Juan Villalba tiene 18 años y está en el último año de secundaria. A la mañana estudia, a la tarde va a la Fundación y a la noche trabaja para poder ir a la universidad y ayudar a su familia. Este es un día en su vida.
Son las nueve y media de la noche en Mariló, partido de Moreno. Juan toma el colectivo 269 de cartel amarillo, a una cuadra de su casa, se baja en la plaza de Muñiz y camina al trabajo. Su pelo es lacio y oscuro y lo peina hacia atrás. Tiene un piercing en la nariz, los ojos rasgados y la sonrisa amplia. Lleva un pantalón de vestir, camisa azul de jean y, en el bolsillo, un cartelito abrochado con su nombre y apellido. Antes de cruzar la puerta, se pone una gorra con una “M” grande y amarilla en el centro.
Al llegar, mira las pantallas. Los combos están cada uno en su lugar. Saluda a sus compañeros, deja su mochila atrás del mostrador y se para frente a la caja de servicios. Con una sonrisa, recibe a la primera clienta de la noche. “Hola, ¿cómo está? ¿qué va a llevar?”, le dice. Juan prepara la bandeja y le pregunta por la bebida, si quiere agrandar el combo, si desea condimentos… Se acerca a la cocina y avisa a su compañero que la elección de la mujer es hamburguesa de carne con queso azul. Recibe la plata, toca algunos botones de la máquina y saca el ticket. Le agradece y le pide por favor que espere su pedido a un costado.
En la fila ya hay cinco personas más. Según las estadísticas que elaboró en seis meses de trabajo, Juan calcula que una de esas cinco personas se va a enojar y va a pedirle que llame a su encargado. Porque “pasaron diez minutos y la hamburguesa no salió”, porque “la fila no avanza” o “la tarjeta no pasa”. Juan siempre responde con sonrisas y disculpas. A veces, la gente se calma. Otras veces, se pone peor. Él respira y no contesta. Aprendió de chico, en casa y en la escuela, que atacar al que lo ataca empeora las cosas.
A las tres de la mañana, las puertas del local se cierran. El AutoMac queda abierto. Juan hace su última hora extra en la caja de esa ventanilla. Es miércoles y está tranquilo. Solo pasan algunos autos con pedidos de café. Los fines de semana el escenario es otro. Los autos no dejan de circular y los chicos que salen de bailar pasan a pedirle que se “saque la gorra” y les regale algo. Él se ríe, les pide perdón y les dice que la próxima.
Juan llega a su casa en remis a las cuatro y media de la mañana. Se baja con una bolsa de papel madera llena de medialunas. El paso obligado para entrar es por la habitación de Severiana, su abuela. Dos golpes en la puerta y un “Vieja, llegué” son la clave para que ella se quede tranquila. Severiana lo crió desde sus quince días de vida y para Juan, es todo.
En ese rato, se baña, prepara un café negro, se cambia el uniforme del trabajo y revisa las cosas de la escuela. Se sienta en la mesa de la cocina y relee su proyecto para el Consejo Estudiantil. Juan es vocal y se postula para presidente del Centro de Estudiantes. Que los chicos tengan talleres de escritura, lectura, música y baile, que puedan usar los celulares en el recreo… son algunas de sus tantas ideas. También quiere capacitarse y brindar talleres de sexualidad para los más chicos. Y, sobre todo, quiere trascender, dejar algo para otros, algo que les haga bien a los pibes, que les dé ganas de ir a la escuela y seguir.
A las siete y cuarto, Ángel, su mejor amigo, silba desde la puerta. Juan recoge sus apuntes, los guarda en la mochila, agarra la bolsa de madera con las facturas y sale. Empiezan a caminar juntos hacia la escuela nº 22. El trayecto es de unas quince cuadras. Ángel y Juan se cruzan con una señora que sale de su casa a hacer las compras con su changuito. Luego, saludan a un vecino que va repartiendo pastelitos en bici. Por la calle de tierra, niños y niñas de guardapolvos blancos y largos caminan y patean las piedritas. De a tramos, los acompaña algún perro que huele las medialunas y espera a que caiga alguna miga del paquete de papel madera.
Cuando llegan a la escuela, pasan directo al aula. Juan deja el paquete sobre un banco y sus compañeros lo abren apurados, entre risas, peleándose por la medialuna más grande. Juan se sienta en el pupitre y apoya la cabeza entre sus manos. Una mujer de pelos violetas y brazos tatuados, mate en mano, entra con un cuadernillo que dice “Pensamiento científico”. Es la profe de Filosofía. Comenzada la clase, Juan toma nota de las palabras clave y hace un resumen mental. Tiene un buen promedio. La única materia que se llevó es arte. Para él, el arte nunca da resultados exactos y eso no le gusta.
Al mediodía, sale de la escuela y pasa por el almacén. Compra leche, harina, fideos, queso y huevos. Cuando llega a casa, deja la bolsa en la mesada, hace un saludo general con la mano y se desploma en la silla de la mesa. Hay estofado y está la familia completa: su abuela, Severiana, los tíos Sandra y Gustavo, y sus primas, Ariana y Lara. Juan agarra con una mano la cuchara y con la otra, el teléfono. Aprovecha para ponerse al día en los grupos de whatsapp: le pregunta a sus amigos a qué hora se juntan a jugar a la pelota. “lunes a la tarde”, dice un mensaje. Después, mira la lista de cosas que tiene que llevar a la Fundación para el Taller Creativo, espacio del que es voluntario hace un par de meses. Terminado el repaso, guarda el teléfono y come lo último que queda del plato. Se levanta y va a su habitación a dormir la siesta.
Una hora después, está en camino a la Fundación. Al llegar, va directo a la biblioteca. Acomoda algunos libros, cuelga unas sábanas blancas, apagas las luces y deja todo listo para el taller de Cuentos de Terror. Los niños y niñas llegan gritando y peleando. Juan canta “tapita, tapón” para que hagan silencio. El rato siguiente es todo sobre monstruos y casas embrujadas. En la oscuridad, Juan cabecea un instante, se queda dormido y se despierta con los aplausos de los pibes. Al finalizar el taller, se queda un rato junto a Maru, la encargada, y otras voluntarias para compartir unos mates y algunas ideas. La semana siguiente realizarán un taller de poesías.
De la biblioteca, Juan pasa a otro salón dónde ya arrancó el COVI, el programa de jóvenes del que participa hace dos años. Acerca una silla y se suma al grupo que, en ronda, se pasa la “caja loca” al ritmo de la música. Cuando la caja llega a manos de Juan, la canción para. Las reglas del juego indican que tiene que abrirla y agarrar un papel sin mirar. “¿Un deseo?”, lee. “Ir a la universidad y ser profesor de matemáticas”, comparte en voz alta, rápido y sin titubear. La música vuelve a empezar y la caja sigue girando. Terminado el juego, cada uno cuenta una buena noticia de la semana. La de Juan es que pasado mañana tiene franco y se va a juntar con sus compañeros del COVI a amasar unas pizzas.
A las seis de la tarde, los chicos salen del salón y, antes de irse, se sacan una selfie grupal. Terminada la foto, que tarda un poco porque no encuentran la manera de que entren todos, Juan se asoma y pregunta cómo salió. Después, se despide de sus compañeros con un rápido abrazo. Tiene tres horas para volver a casa, tomar un café, “tirarse un rato”, armar la mochila, bañarse, ponerse el uniforme y volver a salir a la parada del colectivo para ir al trabajo.
Cuando está por cruzar el portón, tres nenas que saltan la soga lo ven pasar y lo saludan. “¡Chau profe!”, gritan al unísono. Juan se da vuelta, las mira y las saluda. “Nos vemos la semana que viene”, les responde. Y en su cara se dibuja una sonrisa.
Los jóvenes y el proyecto de vida
Por Juan José Alberdi | Tallerista del programa para jóvenes "Construyendo la Vida"
Según los datos del Ministerio de Trabajo de la Nación, en el año 2017, el 42% de los jóvenes entre 16 y 24 años presentaba problemas de inserción socio-laboral, el 25% se encontraba desocupado y el 16% (casi un millón) no estudiaba ni trabajaba. Por otro lado, de los jóvenes que sí trabajaban, más de la mitad (58,3%) lo hacían en condiciones de informalidad (contratación en negro, mal pagos, “changas”, horas extras, explotación, etc.). Estas cifras plantean un interrogante sobre qué espacios y oportunidades estamos brindando, como sociedad, para los jóvenes en contextos de vulnerabilidad.
En la Fundación Franciscana brindamos distintos programas que buscan acompañar a los jóvenes para que puedan descubrir y construir su proyecto de vida. Uno de ellos es, justamente, Construyendo la Vida (el COVI, como dicen los pibes), un taller grupal que tiene el objetivo de contener, formar y acompañar a chicos y chicas de entre 16 y 21 años del barrio Mariló, Moreno. Nos juntamos una vez a la semana para compartir cómo estamos, qué deseamos y cuáles son las herramientas para dar pasos concretos hacia nuestros proyectos.
Los pibes llegan al programa atravesados por distintas problemáticas. No pueden pasar de año, repiten y dejan la escuela, buscan pero no encuentran trabajo. Algunos ayudan en la economía del hogar y no tienen tiempo para sus cosas, otros sufren porque se sienten solos y aislados. También acompañamos a pibes con problemas de adicciones, violencia (doméstica e institucional) y falta de horizonte. En el COVI brindamos capacitaciones, herramientas y experiencias para que puedan fortalecer el auto-estima, la comunicación, desarrollar sus capacidades y explorar sus intereses y sueños. Nuestras claves son el conocimiento personal, el encuentro con otros y el vínculo con la comunidad.
A su vez, tenemos dos espacios complementarios: las tutorías y el rincón de estudio. Cada participante cuenta con un tutor (hermanos mayores, les decimos) que los acompaña de manera individual y personal. El vínculo (“sos importante para mí”), la incondicionalidad (“estoy acá pase lo que pase”) y la confidencialidad (“de aquí no sale nada”) son los pilares de las tutorías. También está El Rincón, un lugar donde pueden preparar los trabajos prácticos y los exámenes de la escuela o la universidad. Con el acompañamiento grupal, los tutores y el rincón, muchos chicos y chicas logran pasar de año y terminar la secundaria.
Otro de los pilares del programa es la formación de líderes comunitarios. Las dinámicas grupales como, por ejemplo, contar una buena noticia o compartir “cómo estoy” ayudan a los pibes a abrirse, a vincularse de manera más sana y a recibir lo que comparten los demás con los mismos valores de confidencialidad e incondicionalidad que experimentan en las tutorías. Trabajamos valores como la escucha, el respeto y la solidaridad. Algunos participantes y egresados del COVI hoy dan una mano como voluntarios en otros espacios de la Fundación y en organizaciones del barrio. Allí se brindan generosamente, trabajan en equipo, planifican, ejecutan tareas y responden a horarios y encargados.
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